viernes, 4 de septiembre de 2015

(2) Un poquito de Ciudad del Cabo como punto de partida


La cita era el 3 de septiembre en el aeropuerto de Barajas. Allí nos encontramos la mayoría de los 19 viajeros que recorreríamos la ruta del Okavango. No nos conocíamos previamente, a excepción de los cuatro que vinimos de Galicia, pero la camiseta que Kananga nos envió previamente obró el milagro. Alguien tuvo la feliz idea de llevarla puesta y facilitó el encuentro. Lo que vino a continuación no tuvo mayor misterio: vuelo a Londres, donde se sumaron los procedentes de Barcelona, y noche de avión en un gigantesco Airbús de dos pisos hasta Ciudad del Cabo o Cape Town, Capetón para los marineros gallegos.


A primera hora de la mañana del 4 de septiembre, tras 24 horas de viaje en cifras redondas, al menos para nosotros, nos esperaba en el aeropuerto de esta ciudad Paulo, nuestro guía, y el camión-bus un tanto espartano en el que pasaríamos muchas horas durante las próximas semanas, de modo que se convertiría, prácticamente, en nuestro hogar. Ambos serán parte relevante de la excursión y el segundo nos dio algún que otro disgusto, pero de eso se hablará cuando proceda. Baste decir que, de entrada, nos pareció un poco angosto .


En nuestro fuero interno empezamos a sentir cierto escepticismo, sobre todo porque nos esperaban miles de kilómetros en este cubículo, en realidad la caja reformada de un camión mediano en el que debíamos apretujarnos 20 personas y tres más en la delantera, incluyendo  el chófer. Sin embargo, hubo suerte en la primera prueba del grupo: todas las maletas entraban en las taquillas del camión. Kananga había insistido mucho en que no fueran rígidas y se respetaran unas medidas concretas, y todos cumplimos. Ese primer día el camión estaba relativamente limpio, pero con el transcurso de las jornadas su color se volvió terroso y almacenó tanto polvo que llegó a utilizarse como mural de grafitis, pero todo a su tiempo.


Paulo, un brasileño con orígenes austríacos que lleva dos décadas afincado en Barcelona, no perdió el tiempo. Veterano como conductor de guiris despistados en el sur de África, nos dio la primeras instrucciones prácticas (plan para el día, provisión de rands, la moneda local, y cosas de este estilo). También explicó que entre sus cometidos no estaba el de ser "hombre del tiempo", un aviso que dio lugar a más de una chanza durante la ruta...


A continuación, antes de dirigirnos al hotel, el camión comenzó a renquear por las empinadas cuestas para llegar hasta un mirador y poder tener una vista general de la ciudad, que supera los 3,5 millones de habitantes (la segunda de Sudáfrica, tras Johannesburgo). El perfil de este estadio del Mundial de fútbol es sobradamente conocido.



Cape Town es la sede del Parlamento nacional y ofrece perfiles especiales dentro de este país. Por ejemplo, que la mitad de su población es mestiza ("coloured", descendientes de asiáticos, europeos y algunas tribus africanas, no mezcla de blancos y negros) porcentaje muy superior al de negros y, en el plano político, por ser un feudo de la oposición al ANC, Congreso Nacional Africano, el partido de Nelson Mandela. Por lo demás, es un emporio económico y la ciudad con mejor calidad de vida de todo el continente.


Nos detuvimos en una montañita, Signal Hill, desde la que se divisa el techo plano de la Table Mountain, montaña con forma de mesa que domina la ciudad y que también ofrece una espectacular vista. Es una de las maravillas oficiales del mundo desde el 2011 y forma parte del parque nacional del mismo nombre.


Aunque a lo lejos (diez kilómetros) divisamos Robben Island (isla de la Focas),  famosísima por albergar la cárcel que alojó durante 18 de sus 27 años de prisión al responsable principal de que desapareciera la vergüenza del apartheid, Nelson Mandela. 

 
De haber estado más tiempo en Ciudad del Cabo, la excursión hubiera sido obligada, Tras un rato de callejeo en el bus, nos dispersamos por la ciudad para pasar la tarde.


Paseamos por la ribera del mar y llegamos al  Waterfront, donde han recuperado para usos turísticos y recreativos una antigua y deteriorada zona portuaria al estilo de Sidney y San Francisco, con cientos de tiendas, restaurantes, terracitas idílicas...


Para llegar allí recorrimos el paseo marítimo, en el que las viviendas parecían espléndidas, y observamos a lo lejos la otra montaña que domina la ciudad, la Cabeza de León, por su parecido, según desde donde mires, con el rey de la selva.


Tras un tentempié en un restaurante de un centro comercial, decidimos tomar un autobús turístico para tener una idea general de la ciudad en las horas que quedaban. Tuvimos que renunciar a subir en taxi a la Table Mountain, aunque el bus nos acercó a su base para ver la panorámica desde allí.


En el Waterfont nos  retratamos en el conjunto escultórico que reúne a los cuatro premios Nobel de la paz del país: Mandela, De Klerk (presidente blanco con el que pactó Mandela el fin de la segregación racial), el obispo Desmon Tutu y Alberto Lutuli. Excuso precisar que todos ellos por el mismo motivo: batallar en contra del apartheid.


El bus turístico finaliza su recorrido por el lado oriental de la ciudad, donde hay grandes playas debajo de un macizo montañoso conocido como Los doce apóstoles. Nos contaron que el problema principal en esta zona, donde se encuentran el Índico y el Atlántico, es el viento, que sopla inmisericorde y sin pausa. Afecta a la vida diaria de tal manera que las viviendas se cotizan en función de si están mejor o peor resguardadas.


En el Waterfont descubrimos zonas un tanto selectas y hoteles de relumbrón, aunque nosotros, obviamente, nos dedicamos solamente a dar un paseo.


Para que los turistas se hagan una foto obligada (había cola esa tarde) han instalado un marco que realza la belleza de esta singular montaña.



Para concluir la jornada cenamos en un restaurante cercano al hotel, el Richard´s,  que nos gustó, con vino sudafricano, como en todo el viaje. Ese día probamos la variedad Pinotage, elegida a ciegas. Y, rápidamente, a la cama, que la noche anterior la habíamos pasado en el avión y al día siguiente sería el primero de una larga serie de madrugones.


Este estilizado, casi achorizado, edificio de la imagen inferior es el hotel donde pasamos la noche. Su arquitectura puede gustar o no, pero ofrecía unas magníficas vistas. Las habitaciones (abajo) eran agradables y funcionales.



El caso es que la sensación que produce esta bonita ciudad en tan poco tiempo es algo tramposa: en la zona por la que nos movimos, en cierto modo opulenta y totalmente occidental, con buenas casas, restaurantes, vehículos caros, niños rubios, gente haciendo running...etc, se ven pocas personas que no sean blancas a no ser que estén trabajando en limpieza, hostelería o servicio doméstico, básicamente. 

 

A partir de ahí y quizás por ello empieza el ritmo de las concertinas que protegen los condominios, las barreras que suben y bajan al paso de los coches, las idas y venidas incesantes de cientos de empleados de seguridad o porteros-cancerberos en los accesos a las fincas. 



Es como si la ciudad de los blancos, una minoría, brillara lustrosa y emergente, y la del resto debe estar pero carece de interés, y te desaconsejan directamente que salgas de la zona de confort y evites ir allí porque se agazapa en la ventosa periferia que alberga marginación, delincuencia y falta de oportunidades.

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