viernes, 25 de septiembre de 2015

(12) Okavango, el delta que se esfuma sin saber como


Llegamos a la frontera de Namibia con Botswana, Dobe, que no debe ser muy transitada. De hecho, cuando pasamos no había absolutamente nadie. 





Tenía como un punto de desolación propio de sitios que no interesan y aunque nos habían advertido que era mejor no hacer fotos en las fronteras, en este caso pudimos saltarnos la prohibición.



Del lado namibio aún tenía cierta entidad, con unos barracones amplios. Del botswano era un minicobertizo donde dos funcionarios con unas libretas de las que ya no se ven, con listas a bolígrafo y sin ordenador, nos atendieron sin mayor problema, pero dejando clara la jerarquía. Si al entrar (había sitio justo solo para sus dos mesas y un hueco para esperar en pie) ibas al empleado equivocado, o sea, el jefe, con la mano te indicaba que debías dirigirte al otro. Eso sí, en un minuto todo estaba listo y cambiamos de país.




Poco rato después llegamos a una zona vallada en un pequeño pueblo donde íbamos a decirle adiós a nuestro compañero de fatigas, el camión-bus, pues allí terminaba su trayecto. Desde el Gooma Lagoon Camp, donde íbamos a pasar la siguiente noche, enviaron unas camionetas para recogernos, a nosotros, al equipaje, que incluía una garrafa de 5 litros por pareja para nuestra excusión a una isla desierta, y la impedimenta de Lucky y Thembi.



Unos niños siguieron el operativo desde detrás de la verja con el máximo interés. No debían tener nada mejor que hacer. Nos hizo reflexionar una vez más el hecho de que durante el viaje pudimos comprobar que los niños no tenían juguetes de ningún tipo en ningún sitio: ni patinetes, ni bicis, ni siquiera pelotas....



Una vez despedido el camión y Stephen, su chófer, un poco sorprendidos porque no sabíamos cómo se iba a resolver la movilidad el resto del viaje, nos apretujamos como pudimos en dos todoterrenos descubiertos con nuestros equipajes, pues espacio, lo que se dice espacio, había el justo.



 



Tras unos kilómetros por una pista que parecía imaginaria, casi campo a través, pero con un paisaje verde y atractivo, llegamos al campamento. 



Era un sitio también agradable, con árboles que daban sombra, poca arena y vegetación. Las tiendas, además, estaban en buenas condiciones y teníamos camas equipadas para dormir en su interior. Los baños limpios y cercanos. El cocinero disponía de unas buenas instalaciones para hacer su trabajo.




Estaba situado junto al río Okavango, que más que un río parece un lago gigantesco o una ría.



Esas imágenes están tomadas en las instalaciones centrales, dotadas de bar y una estupenda terraza sobre el río. 




Como en todos los sitios en los que estuvimos, no había ningún problema en consumir y anotarlo. Luego, pagábamos al final y no eran nada tiquismiquis ni interesados. La picaresca hispánica sigue sorprendiéndose por esos pequeños detalles.



Por la noche, antes de salir a navegar por el río y tras una tarde tranquila que cada uno dedicó a lo que quiso (siesta, minipiscina, charla...) estuvimos allí un rato tranquilos, en lo que casi era un chill out por sus sillones y sofás.



Y la cena, como fue habitual en el viaje, iluminada por velas y preparada para personas con apetito y que habían gastado energías, lo que no era el caso. Pese a ello, hicimos siempre buen papel.



Por la noche hicimos una excursión nocturna por el río divididos en dos grupos en sendos barcos. Se trataba de localizar cocodrilos con los focos que llevaban las embarcaciones.  Uno de los barcos si vió algún cocodrilo, pero el otro ni los cheiró.




Al día siguiente, ya camino de la isla donde íbamos a pasar una jornada en plan un-sitio-donde-no-hay-nada ya fue más sencillo contemplar algún cocodrilo. 






Siempre inmóvil y como al acecho. Daba un poco de yu-yu ver esos dientes tan afilados.





Para ir a la isla en cuestión había que utilizar dos transportes: un primer barco a motor hasta  a un punto intermedio, como a media hora de camino.



Una vez allí, bajo una vegetación exhuberante y con el nivel de humedad disparado, empezó nuestra etapa con los "mokoros". Se trata de una embarcación con ese nombre que utilizan desde siempre los habitantes del delta para recorrer manglares y canales.



En cada uno viajan solo dos personas más el mokorero y es de lo más simple: en origen un tronco de árbol vaciado y  tiene unos sencillos respaldos de plástico para acomodarse en su interior. Lo impulsan con una especie de pértiga con la que el conductor toca el suelo y dirige el barquito. Está claro que hay poca profundidad. Los que utilizamos eran de fibra de vidrio, más prácticos y ligeros, que han desplazado a los tradicionales.



Nos instalamos como pudimos tras recibir las instrucciones pertinentes: no ponerse de pie, no moverse en exceso, no meter las manos en el agua (por motivos varios). En fin, no hacer el indio.



Así que optamos por relajarnos a conciencia. Después empezó el peregrinaje por un sinfín de canales entre la frondosa vegetación en dirección a nuestra isla. Fue un viaje de los más entretenido y agradable. Sin un ruido, salvo los naturales, ni nada que nos molestara. Tranquilidad absoluta.  Éso sí, los mokoreros, la mayoría bastante jóvenes, eran conversadores incansables y se debían estar contando las andanzas del fin de semana porque no paraban de hablar entre sí aunque más bien bajito. 



Finalizada la parte de los canales salimos a zonas más amplias, con vegetación fundametalmente de papiro (el delta está plagado), una especie de cañizo que a veces tiene varios metros de alto.





Nos dedicamos a observar la naturaleza, a buscar animales y a disfrutar del momento paseando entre nenúfares. Un lujo.



Vimos esta curiosa flor, que luego descubriríamos que se abre por la mañana y se cierra a la caída del sol. Nos explicaron que hay otra cuyo ciclo es justo el opuesto.






Al principio nos llamaba mucho la atención, luego vimos que había miles. Los mokoreros le dan una aplicación práctica: tiran de ella, la arrancan y por el tallo conocen la profundidad del agua pues está anclada al fondo.





Estábamos en época seca, lejos de las lluvias, y era de un metro o metro y medio como mucho. Cuando llueve crece una barbaridad el nivel y la mayor parte de las islas se cubren de agua, incluida la que nos dirigíamos.





Al rato llegamos a nuestra isla, Marula, donde ya nos tenían preparado el campamento a la usanza habitual, bueno no tan habitual.



El baño había dado un salto hacia atrás en el tiempo y  la ducha estaba en un pequeño recinto cuadrado, como se ve, con un recipiente arriba en el que se echaba un cubo de agua que salía lentamente por una cebolleta. O sea, que en caso de usarla precisaba acarreo y hacerlo cuidando el agua como si fuera whisky. No se duchó todo el mundo pero los que lo hicieron, divertidos, aseguraron que fue toda una experiencia.




El WC era algo parecido, solo que con un agujero y encima una tapa básica sobre una estructura metálica. Original era original.



El kit incluía una palita para echar arena sobre lo que ya imagináis una vez acabada la función. Práctico y funcional, sólo para un día. Nos apañamos perfectamente. En las tiendas también había camas, por lo que pudimos prescindir una vez más de los sacos de dormir.



Lo dicho que nos instalamos, y a lo de siempre, a comer como si estuviéramos en plena civilización.



Sobre un mapa de Paulo observamos el gigantesto delta del Okavango, cuya extensión alcanza los 22.000 kilómetros cuadrados durante las crecidas, más o menos la provincia de Badajoz al completo, la más extensa de España. Sin embargo el río muere en el desierto del Kalahari, literalmente abducido por sus secas arenas. Una pena que semejante volumen de agua desaparezca en una tierra que tanto la necesita, pero es de suponer que en el subsuelo alimente capas freáticas también importantes. Al parecer, el caso de este delta es único en el mundo entre los importantes.



El rato más complicado llegó después de la comida. Paulo tenía previsto un paseo, pero el calor lo hizo imposible. Echamos mucho de menos una cervecita fría. Así que cada uno dormitó donde pudo (en el interior de las tiendas imposible) o mantuvo la cháchara con los y las compis (tema favorito: viajes y más viajes) e incluso se desgranó alguna partidita a las cartas para matar el tiempo.



Sobre las seis de la tarde cada uno con su mokorero de cabecera nos fuimos a dar una vuelta por esta Venecia gigante y campestre que es patrimonio de la humanidad desde el 2014. Unos minutos de viaje para llegar a otra isla. Subir y bajar de la canoa no era para nosotros una operación sencilla. Hubo quien tuvo un traspiés que pudo costarle caro, pero salvó su magnífica cámara a cuenta de hundirse él en el agua. Suerte que solo mojó las zapatillas.




Desembarcamos y observamos vimos docenas de cacas de elefante e hipopótamo y nos dio la impresión de que nuestros guías no estaban tranquilos. Nos enseñaron el árbol de la marula, de la que obtienen las bayas para fabricar nuestra bebida oficial en el viaje, la amarula. 




Insistieron en lo que había que hacer si nos topábamos con elefantes: nada de correr, mantenernos en un grupo compacto y dar palmas para que se asusten. No supimos cual era la receta si llegado el caso ellos no se asustaban (nosotros seguro que sí). Supimos también que el hipopótamo era el animal que más muertos provoca cada año en África.



Nos llevaron a contemplar la puesta del sol desde los mokoros. Fue una chulada, un momento mágico y reposado, donde te sientes privilegiado y quieres guardarlo en algún sitio para tirar de ese recuerdo cuando lo necesites, que, sin duda, lo necesitaremos.



De nuevo en el campamento, Lucky se había recuperado un poco del flemón que le martirizaba y del que estaba siendo tratado con antibióticos que llevaba gente del grupo, y tenía la cena preparada que tomamos en absoluta oscuridad, solo con la luz del fuego y de las linternas.



Después, un rato de tertulia ya que, afortunadamente, había refrescado. También recibimos indicaciones para ir al servicio por la noche pues podíamos tener compañía de todo tipo, elefantes incluidos. Precaución, enfocar primero el exterior y cuidado al caminar. Esa noche pocos necesitaron ir a nuestro precario excusado.




A la mañana siguiente, tempranito, dimos un nuevo paseo en mokoro y a pie. El caso es que tomamos algo antes de salir y, a la vuelta, desayunamos de forma más copiosa.




Fuimos a otra isla. 



En el paseo aprendimos a distinguir las heces de elefantes e hipopótamos e incluso el tiempo aproximado transcurrido desde la defecación. 





El guía, en la foto, nos impactó cuando tras tocar el interior de una de ellas se llevó el dedo a la boca...para dictaminar que se trataba de una caca muy reciente.
 



Nos enseñó el árbol de la salchicha, nombre que recibe por unos frutos como calabacines gigantes (en la foto anterior), el que produce la madera que usan los bosquimanos para hacer fuego y cuestiones varias y obvias relacionadas con su configuración fálica.



Aclarar que la caca de elefante no es un producto de desecho que cause tanto rechazo como las humanas. Es prácticamente hierba pura dada la alimentación de ambos bichos. Los ejemplares viejos la comen cuando no tienen dientes y también los monos se aprovechan. Como es hierba casi no digerida, van tirando. De los hipos, la posibilidad de encontrártelos de día en tierra es escasa. Tienen la piel sensible al sol y prefieren estar en el agua. Luego, de noche, al contrario. Y de tanto andar por allí hacen canales entre la vegetación, los papiros del delta.
 



Regresamos a desayunar por segunda vez y al acabar tuvimos que desandar el camino del día anterior, más de una hora en mokoro  y luego en unas embarcaciones a motor que circularon por los canales a gran velocidad, a iniciar la retirada. 



Ya no volvimos al cámping pues el equipaje nos lo habían trasladado el día anterior a un embarcadero en la ruta en el que íbamos tomar otro barquito. Fue un día de viajes fluviales. 





Se iba fresco, no nos importó. Todo lo contario. Superrelajados.



Este segundo barco nos llevó a una casa flotante que iba a ser nuestro hogar por una noche. Antes pasamos unas horas en un cámping esperando los barcos. Hacía calor pero nos dieron cervezas y el que quiso pudo ducharse y hasta lavar ropa. 



La casa es hotel y barco a la vez, por lo que, tras instalarnos, se puso en movimiento río arriba, contracorriente.
 
Las habitaciones estaban en la planta superior y la inferior la ocupan las cocinas, maquinaria y el salón de estar. Era agradable y teníamos suficiente dotación de bebidas frías. Como siempre, el que cogía algo, lo anotaba. Esta era nuestra habitación, con un baño pequeño y muy cómoda.





Pasamos la tarde charlando, tomando notas mientras el barco navegaba. Tranquilidad.



Mientras transcurría la tarde nos anunciaron que era la última cena... de Lucky, en la que tomamos un pez del río, bream de nombre. De postre hizo bizcocho de chocolate, que fue muy celebrado. Nos dio pena pensar que nos dejaba, aunque así tendría unos días de descanso en Cataratas Victoria, en su casa, hasta su siguiente tour mediada la semana siguiente. Decidimos agradecerle sus desvelos cuando nos despidiéramos, ya en Botswana.




Como siempre, la puesta de sol desde el barco fue espectacular en medio de un silencio que solo rompía algún ave y nosotros mismos.



Al día siguiente, despejados, con el fresquito mañanero, fue agradable desayunar en el río, observando como la casa volvía a ponerse en marcha lánguidamente, esta vez corriente abajo para devolvernos a tierra en el mismo sitio donde habíamos embarcado. Unas dos horas de navegación mañanera, dándole al desayuno, el último preparado por nuestro cocinero y su ayudante.



Íbamos a cambiar, una vez más, de medio de locomoción. Antes tocó curarle a Alfonso una pequeña herida que se hizo al impactar con una ventana. Suerte que siempre contamos con médica de cabecera.



En dos avionetas atravesamos el delta para llegar a Chobe, en la otra punta del país, nuestra siguiente, y penúltima, etapa de la ruta.



La exigencia de no sobrepasar en el equipaje los 15 kilos por persona era precisamente por este vuelo. Las avionetas tiene limitadas opciones, pero llegado el momento no hubo control porque todos cumplíamos el requisito más o menos.


Lo pilotaban dos jóvenes aviadoras, que volaron a baja altura (300 metros) los primeros veinte minutos para que disfrutáramos del delta.


Lo hicimos y nos pasamos un buen rato localizando animales. Al principio costaba, pero luego ya vimos manadas de elefantes, hipos y antílopes.


Fue una chulada de viaje, de dos horas y media más o menos, aunque de tanto mirar para el suelo hubo quien se mareó. Desde el aire se visualizaban perfectamente las zonas que se inundan en la época de lluvias.



Al filo del mediodía estábamos en el aeropuerto de Kasane, al ladito del parque nacional de Chobe.



Una de las atracciones turísticas más relevantes de Bostwana.
 


Que parece que justifica la construcción de un nuevo aeropuerto.



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