Hoy iban a producirse novedades en el viaje porque tocaba sobrevolar las dunas en el parque nacional Namib Naukluft. Para ello, a las 5.30 estábamos ya desayunando espléndidamente, pues Lucky, a pesar de estar en un camping, nos hacía huevos, salchichas, tostadas...Un ejemplo más de la dura vida del viajero. Para nuestra sorpresa, de nuevo mientras desayunábamos volvió a llover un poco. Extraño este desierto donde veíamos con frecuencia el agua, gotas gordas esta vez pero un tanto dispersas de tal modo que el suelo ni se inmutaba. Las absorbía de inmediato sin que llegaran a notarse.
Por otro lado, Inmanuel, el chófer, nos sorprendió con un sistema de ahormar el calzado que desconocíamos. Se había comprado unas zapatillas que le apretaban el pie, y desde el día anterior las tenía llenas de arena. Cuando se las puso, posteriormente, aseguró que ya le quedaban bien.
Avanzada la mañana llegamos al lodge Soussuvlei, una instalación bastante lujosa en la que recalamos solo como campo base para el vuelo, nada más.
Allí nos tocó una espera de casi dos horas hasta el vuelo, que entretuvimos charlando, tomando cervezas, café con pastas, visitas a la tienda y, especialmente, uso de la wifi, un bien algo escaso por estas tierras.
Hacía bastante calor y la cosa no estaba para caminatas. Estábamos allí cuando al lodge arribaron unos japoneses protegiéndose del sol: o sea, tapados hasta las cejas.
Permanecimos hasta la 1.30, en que salía el primer vuelo pues como solo cabían cinco personas en cada una de las dos avionetas, se establecieron dos turnos.
El jovencísimo piloto de una de ellas nos dió unas someras explicaciones de las características del vuelo y el itinerario.
El vuelo duraba unos 45 minutos, suficiente para hacernos una idea visual del desierto y sus enormes dunas.
Al despegar, nos sorprendió que la pista de aterrizaje era eso, una pista, sin asfalto, donde las ruedas botaban sobre los pedruscos al tomar impulso para despegar..., pero no hubo incidencias.
El lodge ofrecía esta curiosa imagen desde el aire. Una placa dentro de la instalación certificaba que había sido inaugurado en 1994 por el presidente de Namibia, Sam Nujoma.
Y ya desde el aire, a disfrutar de la inmensidad de la arena sin fin. Un espectáculo pelín sobrecogedor.
Las zonas claras de las fotografías corresponden a salares, lugares con abundancia de sal donde forzosamente en el pasado estuvo el mar. Veríamos unos cuantos en el vuelo y también desde el suelo en otros momentos del viaje.
Resulta obvio, que el ingeniero que diseñó la carretera en el desierto no tuvo demasiado trabajo a la hora de decidir su trazado. La íbamos a recorrer al día siguiente. Las imágenes no son muy claras y se debe a la calima que dificultaba la visión. Algo habitual en el desierto.
Tras el vuelo , de nuevo a seguir la ruta para llegar a media tarde a nuestro alojamiento. Por primera vez íbamos a pernoctar en un lodge, que también nos pareció high level, como el del mediodía. Sería el primero de varios de la cadena Wilderness, el Safari Kulala Dessert. Todos resultaron estupendos.
Nos sorprendió el recibimiento: un operario nos ofreció una bandeja con toallas empapadas y frías, para que nos refrescáramos y quitáramos polvo y sudor. En los demás establecimientos de la misma cadena fue igual y a la vez nos ofrecían un vaso con una bebida fría.
Las instalaciones centrales del lodge, como las de todos los que vimos, eran muy acogedoras, teniendo en cuenta que estábamos prácticamente enmedio de la nada: salones abiertos sobre el desierto con buenos muebles y cuidada decoración. Sillones y cojines suntuosos y todas las comodidades.
Solían disponer de una pequeña piscina, lo que realmente parecía un espejismo, pero no lo era.
Y luego las "cabañitas" para cada pareja, con camas enormes provistas de mosquitero, baño, terraza en el frente y en el techo... En la foto no se aprecia ya que estaban en la otra parte y te ofrecían la opción de subirte allí la cama para dormir bajo las estrellas, opción que no utilizamos por aquello de evitar mosquitos.
Nos trasladaron la conveniencia de no dilapidar agua, por su escasez (fue el único caso) y al parecer la energía eléctrica provenía en exclusiva del sol. Las cabañas, por otro lado, carecían de llaves.
Y allí estábamos, plantados en medio de un crudo desierto en una instalación estupenda en la que algunos se dieron un bañito reparador en la piscina.
Disfrutamos del lodge como si fuera algo habitual en nuestra vida viajera. Alternar tiendas de campaña con alojamientos de lujo empezaba a gustarnos.
En este salón se aprecia bien cómo las gastan a nivel de diseño y mobiliario. Después conoceríamos a una pareja que estaba haciendo una ruta similar a la nuestra (solo similar) con una pequeña diferencia: todos los días pernoctaban en lodge y se movían en avioneta. O sea, que ni un minuto en bus y desplazamientos rápidos por el aire.
Nos olvidamos de los menús de Lucky esa noche y todos, incluída la tripulación, cenamos sopa de maíz, carne de caza o cerdo (o un mix) y postre con dulce de leche.
En la foto inferior se puede ver la buena presentación y el hecho de que los platos siempre venían con abundanente guarnición, arroz y verduras .
Durante la velada contemplamos el desierto desde nuestro cómodo lodge, pero investigamos también la imagen que tendrían de nosotros los animales del desierto.
A la mañana siguiente, estupendo desayuno a las 6 en el lodge, ya con las maletas en el camión, que la jornada iba a ser dura. El día anterior habíamos visto las dunas desde el aire y hoy tocaba patearlas. El amanecer nos sorprendió con un eclipse que nos recordó a la manzana de Apple.
Salimos en dos 4 x 4 del lodge. Íbamos a subir a la duna 45 (sí, están numeradas) una de las más famosas y espectaculares del parque nacional.
Para llegar al acceso del parque (está controlado) tuvimos que desplazarnos casi una hora en un jeep por la consabida pista. En el viajecito vimos ascender el sol y algunos animales.
Y después, hasta llegar a la nuestra, a disfrutar del impresionante espectáculo de estas montañas de arena esculpidas por el viento con sumo gusto. Las hay de todo los tipos y modelos, y siempre en estado de revista.
Llegados a la 45 (como el colt), los consejos del guía para ascenderla: siempre por el borde del ángulo que, obviamente, según pisábamos iba allanándose, y a darle a las piernas. Podía subirse descalzo, pero advirtió que podía haber bichos y escorpiones. Su altura: 150 metros.
Pese al supuesto riesgo, alguno lo hizo y varios guías locales negros como que se reían de la advertencia.
El ascenso tiene su punto, aunque los que padecian vértigo lo acusaban, pero el paisaje desde arriba es impresionante: algo así como una imensa avenida con las dunas colocadas a ambos laterales. Y cuando las ascendimos, ocurrió como con las montañas, que nunca tienen fin: seguía serpenteando más allá y allá... aunque nosotros nos detuvimos. Desde arriba, la visión del desierto inmenso apabullaba.
Para el descenso se ofrecían dos opciones: desandar lo andado por el mismo camino o directamente campo a través, triscando sobre la duna en plan liberar energías.
Al gusto de cada cual: sistema lento, para disfrutar con calma, o una de emociones fuertes de golpe, haciendo un poco el cabra a base de saltos.
Lo que no ofrece duda es lo fotogénicas que son las dunas.
Y lo milagroso que resulta que unas horas después de holladas por decenas de personas, el viento vuelva a trazarles una raya perfecta.
Por eso no hay problema alguno en que se asciendan.
El guía local (que no se aprecia, pero estaba descalzo, of course) y se movía en la duna como pez en el agua, nos hizo una curiosa prueba: cogió arena, las frotó contra la camisa poniendo algo metálico detrás y las partículas ferrosas que contenía, muchas, se quedaban adheridas. Llamativo. También teorizó sobre el origen de la arena, que podría proceder del lejano Lesotho, siendo trasladadas por el río Orange hasta el mar y luego las corrientes y el viento las depositan en esta zona... Tal vez.
Y tras experimentar las dunas, el momento del regreso por la vía elegida.
Eso sí, los que lo hicieron a lo montuno, una vez en el suelo tuvieron que rodear la duna para llegar hasta los jeeps.
Un paseo también agradable.
Tras inmortalizar la duna con las huellas de los paseantes, de las que poco después no habría rastro, de nuevo a los todoterrenos que teníamos más cosas en el programa.
En concreto, nos conducían al Dead Lake, o Lago Muerto, un extraño y casi tenebroso salar. La temperatura había subido con el avance del día y el calor era tremendo.
Coincidimos en este lugar con otras excursiones y los grupos avanzábamos campo a través a la búsqueda del Lago , en realidad alguna vez fue lago pero ahora no, todos asfixiados por el calor y caminando sobre la arena con el plus de esfuerzo que éso significa.
Finalmente, llegamos. El sitio ofrecía una estampa impactante: un círculo bastante perfecto rodeado de montañas de arena de gran tamaño y en su interior esqueletos de árboles difuntos desde mucho tiempo antes (800 años, al parecer) que a consecuencia de la extrema sequedad ambiental se quedaron como disecados para la eternidad.
Los troncos quedaron prácticamente fosilizados y una capa de sal en el suelo llamativamente gruesa.
Ambas circunstancias hacen difícil imaginar cuando pudo haber vida por aquí, vegetal y de cualquier otro tipo.
Nos hicimos las fotos de rigor y, envueltos en sudor, iniciamos el regreso a los vehículos, que nos parecieron más lejanos de lo que hubiéramos deseado.
Después, una hora en los jeeps hasta llegar al autobús, que nos esperaba en un área de servicio. Por el camino nos encontramos también esta simpática criaturita de cabeza triangular .
En aquel lugar, el térmometro marcaba 40 grados. Y estábamos solo en primavera...
Poco después, ya en el camión, atravesamos la línea imaginaria del Trópico de Capricornio, donde aprovechamos para hacernos la foto de rigor con Paulo, nuestro guía.
Tres años antes habíamos atravesado la misma línea en otro punto del planeta, en el norte de Argentina, justo los mismos cuatro viajeros, momento al que corresponden estas dos fotos .
Siguiendo la ruta hacia Swakopmund paramos en un camping-lodge donde comimos. Lo más destacado, una tarta de pera que compró allí Paulo y que nos encantó. El calor seguía siendo muy intenso.
Y ya sin más dilaciones seguimos el camino hacia nuestra
posada, esta vez un hotel de Swakopmund, el Prinssezin Ruprecht, que
ocupa una parte de lo que en tiempos fue un hospital alemán construido
en 1902 .
La ciudad, fue fundada por alemanes para disponer de un puerto importante en Namibia ya que el cercano Walvis Bay pertenecía a los ingleses.
En esta ciudad de unos 35.000 habitantes los ejemplos de arquitectura alemana son abundantes.
Llegamos una tarde con niebla y por tanto con ambiente fresco, que nos sorprendió tras el calor padecido en el desierto. Por eso nos fuimos inmediatamente a la calle para dar una vuelta y tener una pequeña idea del lugar.
Realmente, nos llamaron la atención los edificios coloniales, aunque al tratarse de una tarde de domingo la animación era escasa, casi nula. De hecho, nos costó trabajo encontrar donde cenar.
La foto superior corresponde a la habitación del hotel, cuya planta baja era una residencia de mayores. Una mezcla curiosa que nunca habíamos visto. Al ir a desayunar al día siguiente nos encontramos con numerosos vejetes paseando por el jardín.
Paulo nos había informado que en Namibia existe una policía específica para los turistas, a la que por suerte nunca tuvimos que recurrir. En Swakopmund pasamos por la sede.
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