viernes, 11 de septiembre de 2015

(6) Caballos salvajes, diamantes y pingüinos de Namibia

Estamos ya en Namibia atravesando zonas desérticas camino de la costa. Y las atravesamos de mañana por unas pistas tremendas, nada que ver con la carretera asfaltada ni con un camino al uso. Al contrario, botes y pendientes a la orden del día, que duraron un buen rato. 




Antes de llegar a destino paramos en una posta de origen alemán y aspecto de castillo (Seeheim, la casa del lago en alemán) junto a la vía del tren. Es un lugar enorme atendido por una germana de apariencia con escasas ganas de mostrar amabilidad. En un cercado tenían encerrado un orix con las gallinas. ¡Qué bicho tan atractivo!



La posada es una construcción que data de finales del XIX y dentro exhibe fotos históricas.  Cerca conocimos los caballos salvajes de Aus que nos presentan como descendientes de algunos ejemplares que abandonó el ejército alemán al retirarse en 1918 de un territorio que fue colonia suya  desde mediados del siglo XIX.


De acuerdo con esta teoría, se asilvestraron y adaptaron a un medio inhóspito, lo que semeja un milagro, y allí sigue su descendencia. Esta adaptación incluye asumir una alimentación escasa y reducir la ración de agua necesaria. Se estima que hay unos 300 ejemplares, marrones y cola negra tras su cruce con otros ejemplares del ejército sudafricano (guía dixit). 



Nosotros vimos a unas docenas en una charca que utilizan para beber. Están acostumbrandos a la presencia humana y algunos se acercaron al mirador desde donde los contemplábamos. Todo indica que en ocasiones reciben alimentos o golosinas de los visitantes. Pasamos un rato en la estepa observando su comportamiento y ahora son animales protegidos.



También vimos a otros animales que acudían a saciar su sed, orix principalmente, dos de los cuales llegaron a pelearse.


Tras la parada, que sirvió también para resolver la comida del mediodía, seguimos camino a Luderitz, donde al llegar comprobamos que han copiado el modelo Hollywood para publicitarse.


Nos instalamos en el Bay View hotel, muy cerca del mar, una instalación coqueta en el exterior y agradable por dentro, donde estuvimos cómodos.


El patio entre habitaciones nos sirvió para improvisar un tendedero y hacer algo de colada, ante la mirada atenta de David y Gustavo, el primero  nuestro baby, el más joven, procedente de Barcelona, y Gustavo, el compi argentino.


Tras instalarnos, visitamos esta ciudad de origen alemán que data de 1883 y que recibió el nombre de su fundador. Tiene unos 13.000 habitantes y fue creada como factoría de pesca y para la recoleción de guano. Sin embargo, su escaso calado forzó que gran parte de su actividad portuaria se trasladara a a Walvis Bay.


En la imagen superior se aprecia su iglesia principal y en las siguientes algunas de sus casas más llamativas. 


Sus moradores trasladaron el estilo alemán a este puerto del sur de Namibia donde el viento parece ser un compañero infatigable. Nos tuvo en jaque toda la tarde.


Recorrimos  el centro no muy extenso y agradable, sin edificios en altura .


Después nos acercamos a la zona portuaria, en la imagen inferior acompañados de Soco, médico de profesión, pero que afortunadamente no tuvo que intervenir demasiado durante el viaje y cuando así fue lo hizo de buen grado.


Poco a poco fueron recalando la mayor parte de nuestros compañeros de fatigas.


Tras cenar en el área portuaria en el restaurante de marisco y peixe que sugirió Paulo (mariscada para dos por 400 rands, unos 28 euros, a lo que hubo que sumar el vino sudafricano), nos preparamos para acudir al día siguiente a Kolsmankop, la instalación que colocó a Luderitz en el mapa a comienzos del siglo XX. Antes, a la caída del sol, interiorizamos la vista de esta magnífica y ventosa bahía de una ciudad que tiene muy presente su pasado germano. De hecho, visitamos un pequeño museo, algo kitsch y desordenado, como de andar por casa, que recoge la vida de aquella etapa con mapas, planos, fotografías y recortes de periódicos, pero dando una idea de su historia desde la llegada del hombre blanco y de la etapa de los diamantes. Le dedicamos un buen rato. 



Por resumir, Kolmanskop es un pueblo fantasma situado a 11 kilómetros de Luderitz que durante una veintena de años, a partir de 1909, tuvo una enorme actividad y generó gran riqueza. Motivo: se descubrieron diamantes y se convirtió en una mina a cielo abierto en la que trabajaban unos 800 nativos y donde residían, en tareas directivas y de apoyo, alrededor de 300 europeos incluyendo sus familias y unos 40 niños que tenían su escuela. En su época de explendor superaba en población a Luderitz.


Lleva más de 70 años abandonado, como las imágenes muestran, pero la visita tuvo  gran interés. Una guía local nos explicó como era la vida allí durante su esplendor y consiguió sumergirnos de alguna manera en este oasis donde la aparición fortuita de diamantes en la superficie del terreno provocó una especie de fiebre del oro.


Los alemanes construyeron un pueblo germano, como se aprecia en las viviendas de sus directivos. Disponía de biblioteca (dicen que la primera de África), bolera (tal cual si fuera la de un pueblo alemán, con el hueco al fondo para que un chico devolviera la bola y recolocara los bolos)  y un gran teatro.


Todo perfectamente conservado de cara a los visitantes de turisteo.


Sin embargo, el paso del tiempo no perdona, y las dunas poco a poco van invadiendo un recinto que sobrevive gracias a visitas como la nuestra. Las casas grandes eran las residencias de los jefes, otras más pequeñas para los alemanes casados mientras los solteros vivían en una residencia.



Obviamente, también había naves y barracones, donde se trabajaba y residían los obreros. 



Estos firmaban un contrato de dos años durante los que no podían salir de allí. Llegado el momento, sufrían una cuarentena en la que se vigilaban sus deposiciones por si habían tragado algún diamante. Para ello las tazas del WC tenían una rejilla superior que los descubría llegado el caso. Conservan una de ellas, era un colador perfecto para descubrir el hurto.


Disponía de grandes adelantos para la época. Por ejemplo, allí se instaló el primer aparato de rayos X existente en África, pero no por motivos sanitarios. Se utilizaba sobre todo para controlar posibles diamantes escondidos en el interior del cuerpo por los obreros.


De las dos calles del pueblo, en una de ellas circulaba un pequeño tren que se destinaba a hacer el reparto de hielo diario (un pequeño bloque por familia de la fábrica local) o para que las señoras acudieran a las tiendas existentes. Caminar sobre la arena era muy incómodo y más con el vestuario femenino.


Las viviendas situadas en la parte superior sufren de manera especial el avance de las dunas, como esta habitación del hospital, que tenía capacidad para más de 200 pacientes. Había dos médicos y dos enfermeras destacados de forma permanente. La foto de abajo también corresponde al hospital.


Por lo que nos explicaron, tenía una piscina (de agua marina) y el agua para consumo llegaba en un barco aljibe que venía mensualmente desde Cape Town.

Lo que podía obtenerse con dinero no era problema dados los ingresos que producían los diamantes. Su tienda central tenía fama de tener de todo, que traían en barco de Alemania. Pero había cosas inalcanzables. El clima y el paisaje no podían modificarse y ello provocaba escaso interés en residir allí, salvo que no hubiera otro remedio.


La guía nos contó la anécdota de un empleado europeo que mandó a su novia unos dibujos con palmeras y vegetación para animarla a venir, lo que consiguió. Después, encargó al capitán del barco que llegara de noche para que no pudiera descubrir el engaño. Cuando sucedió, el barco había zarpado y de momento tuvo que quedarse.


Según nos explicaron, pasado un tiempo los diamantes de la superficie se agotaron y los trabajadores tenían que recoger tierra y pasarla por un tamiz para encontrarlos. Ahora mismo, Namibia sigue siendo un productor de estas piedras preciosas, pero nada que ver con la producción de entonces. Como curiosidad, nos cayeron unas gotas de lluvia mientras visitábamos el antiguo poblado-mina. Sorprende ver lluvia en el desierto.


En un día muy completito, del pueblo diamantífero nos trasladamos nuevamente a Luderitz para realizar un pequeños viaje en catamarán a la isla Halifax. Hacía viento y la salida al mar nos obligó a abrigarnos.


El objetivo era conocer la fauna marina en superficie, y pasamos un rato muy agradable.


Eso sí, protegidos para cualquier incidencia mientras contemplábamos alcatraces, cormoranes...


y algunos delfines.



También grupos de zancudas (flamenco rosa) en medio de las rocas. Una preciosidad y el único lugar donde están con pingüinos.


Vimos algunas focas sobre rocas cargaditas de guano, que es una consecuencia obligada. Antes se explotaba el guano y la pesca, pero desde los años 90 es una zona protegida por razones medioambientales.


Igualmente, millares de graciosos pingüinos africanos en tierra y en el mar nadando  pegados a la costa. Se estima que la colonia tiene unos 4.000 ejemplares. Nos hubiéramos quedado allí todo el tiempo posible contemplando sus idas y venidas, y eso que el viento nos castigaba.


El capitán nos ofreció una reconfortante taza de chocolate mientras el oleaje nos zarandeaba. Al terminar, pertrechados con unas mantas que nos ayudaron a sobrellevar el vendaval en un día nublado, regresamos satisfechos.


Atracamos de nuevo en Luderitz, que tenía esta vista desde el catamarán.



En el puerto de Luderitz, nos sorprendimos ya que la encargada de los baños (1 rand de tarifa) hablaba portugués porque había estudiado en Angola. Tenía una niña pequeñita, Leticia, una monada. No tuvo inconveniente en que la fotografiaramos.

 
 
Nos dirigimos a un paraje natural situado en un extremo de la ciudad pegado a la costa. Se trata de Shark Island, donde hay un faro y un camping privado .



Allí nos reencontramos con uno de nuestros compañeros, que se había perdido la visita a Halifax. Antes de embarcar se dio cuenta de que le faltaba el móvil, que se le había caído en Kolmanskop. Raudo, hizo memoria, recordó donde pudo ser, regresó en taxi y lo encontró en la arena. Un milagro. El hombre estaba feliz.


En este lugar Lucky tenía preparado el condumio, del que rápidamente dimos cuenta tras un aperitivo de amarula, a la que terminaríamos asociando con el viaje.


Después, de nuevo al camión para hacer unos kilómetros hacia el norte, pasando nuevamente cerca de las montañas de Aus, y acercarnos al desierto del Namib. Nos instalamos en el Gondwana campsite, un curioso cámping en el que hay que instalar las tiendas a unos tres kilómetros de las instalaciones centrales, donde también hay cabañas y una especie de lodge. 



Asumimos que tocaba dormir en el suelo teniendo cuidado con los escorpiones, que abundan.



Los consejos que recibimos: estar siempre calzados al movernos y sobre todo al ir a los baños de noche, situados a unos doscientos metros. También nos advirtieron para el momento de recoger las tiendas, tarea en la que solíamos echar un cable a Lucky y Thembi, ya que los escorpiones suelen buscar calor debajo. Por la mañana comprobaríamos que no era una broma. Debajo de una allí estaba un ejemplar acurrucado. 


Pese a tanto aviso, coincidimos con un guía español de otra agencia que estaba de vacaciones. Ya de noche, lo vimos descalzo en los baños. Cuando le preguntamos si no le daba miedo nos dijo que caminaba ¡mirando al suelo!. 



Las últimas horas de la tarde las empleamos en hacer una pequeña caminata hasta un alto con el objetivo de ver la puesta de sol.


Desde arriba disfrutamos de una bella panorámica, pero como el sol se retrasó adelantamos el regreso. 

 

No éramos los únicos inquilinos del cámping.




Llegada la noche, nuestro cocinero y su ayudanta nos obsequiaron con su regalo habitual: una cena digna con una  presentación estupenda en un entorno que no era precisamente fácil. Prepararon unas estupendas chuletas adobadas a la brasa con toda su guarnición, sopa de entrante, postre...




Se lo agradecimos dando buena cuenta de las vituallas. Antes, tres de los viajeros decidieron acercarse andando al edificio del camping,  situado a tres kilómetros, atraídos por su wifi. Al regresar era noche cerrada sin luna  ni estrellas (usando las linternas frontales, claro) y vinieron a trozos campo a través creyendo ver en la oscuridad ojos de animales. Ya cerca de las tiendas y en un camino, un orix cruzó delante de ellos dándoles un susto, pero no hubo más. Tuvo su punto, aunque en el grupo estaban deseando que llegaran.


Por último, a dormir en las colchonetas, algo que no fue fácil: el viento movía las tiendas llegando algunos a pensar que había animales fuera empujándolas, y también llovió. El ruido fue intenso. Antes, un grupo hizo un rato de tertulia. Todos teníamos presente a los escorpiones, sobre todo porque David había encontrado uno y fue enseñando la foto a todo el mundo.

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